Comentario
De todo lo dicho anteriormente se deduce que de todos los movimientos plásticos postimpresionistas, uno, el simbolismo -y por extensión el expresionismo-, es el que más plenamente participa en este conjunto de ideales que definen lo que es el modernismo. El simbolismo plástico comparte con las artes decorativas y la arquitectura, la defensa del arte total, de la integración de las artes. Comparten también un gusto hacia la experimentación de los límites del arte, entre lo sublime y lo decadente.
En la última década del siglo, dentro de una fuerte crisis social y económica, y en pleno problema colonial, se producen los primeros intentos para situar el arte español en unas vías de modernidad. El punto de partida para esta renovación plástica lo encontraremos en el realismo y en la pintura de paisaje, que, siguiendo modelos franceses, se presentará como una alternativa a la pintura romántica y académica.
La modernización de la pintura de paisaje en España, se debe a la obra de dos grandes artistas que, cada uno a su manera, ofrecerán una visión muy distinta del paisaje español. Nos referimos a Aureliano de Beruete (1845-1912) y a Joaquín Sorolla (18631923). El primero fue discípulo de Carlos de Haes, pintor de origen belga que introduce en España el paisaje moderno, de tipo realista, ofreciendo una alternativa a la escuela de paisaje romántico que había preconizado Jenaro Pérez Villaamil. Beruete es un pintor que se mueve dentro de los círculos intelectuales, en especial la Institución Libre de Enseñanza y, desde una perspectiva regeneracionista, propone una nueva interpretación del medio natural.
Su paisaje es sobrio y riguroso, de tonos moderados, y ofrece un punto de vista positivo de la austeridad de las llanuras castellanas a las que identifica con la expresión auténtica del alma de España. El mito de Castilla a través de una descripción minuciosa, una descripción metodológicamente próxima a la geografía o la geología y lejos de una interpretación de vista idealizado de la estepa castellana, se convertiría en la imagen de España preferida de los pensadores de la generación del 98.
La visión de España a través de una Castilla renovada, culmina en los paisajes de Ignacio de Zuloaga (1870-1945). A pesar de la adscripción a la escuela vasca de pintura, que proclamaba la existencia de una personalidad diferenciada y específica -basada, en realidad, sólo en la utilización de una temática autóctona- respecto de las otras regiones, Zuloaga se alinea con otro vasco insigne, Miguel de Unamuno, en la defensa de una iconografía inspirada en Castilla. Sus paisajes se alejan de la escuela realista, en la que se inscribe Beruete, y transmite una idea mucho más trágica del tema de Castilla, inspirado por un planteamiento simbolista en la raya del expresionismo; un expresionismo inspirado en parte por su admiración hacia los pintores barrocos españoles. Pero también protagoniza los paisajes de Zuloaga, la ciudad castellana, Segovia y muy especialmente Toledo; unas ciudades históricas muertas, que proclaman en su austeridad la nostalgia de un pasado glorioso. Entre otros discípulos de Haes habría que citar también a Agustín Riancho (1841-1929), cántabro de origen, formado en Madrid y Bruselas, un pintor solitario que sigue una trayectoria muy personal.
El papel que en Madrid representa Carlos de Haes como renovador de la pintura de paisaje, es ocupado en Cataluña por Ramón Martí i Alsina (1835-1894), un artista que no pertenece a la generación objeto de nuestro estudio, pero que conviene citar como punto de referencia inevitable para los pintores modernistas catalanes. Martí i Alsina compartirá este magisterio con Joaquim Vayreda (1843-1894), el artista más representativo de la Escola de Olot y que introduce en España las calidades lumínicas que desarrollaron en Francia los artistas de la Escuela de Barbizon.
Sorolla es el otro gran polo sobre el cual gravita la pintura de paisaje española, representando un punto de vista muy distinto del austero paisaje castellano de Beruete, o el de la escuela catalana, mucho más fiel a un realismo de origen francés. Sorolla será el más genuino representante de la escuela valenciana, escuela de pintura de paisaje iniciada por Francisco Domingo Marqués (1842-1920), Antonio Muñoz Degrain (1843-1924) y, muy especialmente, por Ignacio Pínazo (1849-1916) y que influiría en toda la pintura española gracias a la incidencia que estos artistas tuvieron en las escuelas de Bellas Artes. Sorolla, que practica también la pintura de género o el retrato, debe identificarse con el plein air mediterráneo, una pintura llena de luz que nunca será abiertamente impresionista. Sorolla ofrece una visión llena de color y de luz de los paisajes y de los tipos mediterráneos, elaborados con gran habilidad, una interpretación gozosa del paisaje que se sitúa en el polo opuesto de la actitud defendida por Beruete e Ignacio Zuloaga.
Entre las visiones de Beruete y Sorolla se sitúa la producción de otros artistas que ven el paisaje sin la dureza trágica de Beruete o Zuloaga, ni el luminismo mediterráneo de Sorolla; son paisajistas como el pintor de Vitoria, Fernando de Amárica (1866-1956) autodidacta, pero que trabaja junto a Sorolla y sobre todo, Darío de Regoyos (1857-1913).